Una de las películas a las que sigo siendo fiel después de
tantos años es Double Indemnity, traducida al castellano como Perdición. El
director es Billy Wilder, el chico es Fred Mac Murray, la chica
es Barbara Stanwyck y el tercero en discordia es Edward G. Robinson, que está
sublime. La historia fue escrita por James M. Cain, el autor de El cartero
siempre llama dos veces y el guión lo escribieron Billy Wilder y Raymond
Chandler.
Esta película me atrapó por ser puro cine negro, por su fotografía expresionista, por su
ritmo trepidante y por contar con unos actores predestinados a rodar esta película. Pero,
sobre todo, lo que me deslumbra de ella son los diálogos. Diálogos rápidos,
agudos, irónicos, como en las novelas de Chandler.
Mi secuencia favorita es la declaración de amistad más
auténtica que haya oído jamás. El diálogo no tiene desperdicio, no le sobra ni
una coma.
Hace ya muchos, muchos años, en el cine Coy, vi la película Escándalo basada en el famoso caso Profumo. John Profumo, ministro de defensa británico, tuvo en los años sesenta una relación sentimental con Christine Keeler, una bailarina de no muy buena reputación, de esas chicas que Baroja llamaba las horizontales.
Tuvo la mala suerte este ministro de defensa de compartir amante con el agregado naval ruso en Londres, con lo que su historia de sexo terminó por ser una historia de espías que liquidó su carrera política. Dimitió el ministro, aguantó el chaparrón de su señora esposa y su relación con Christine sirvió de guión para una buena película.
Desde aquella tarde en el cine Coy no he vuelto a verla pero hay una secuencia que quedó cosida a mi cerebro y ya no la he olvidado: Christine y una compañera de piso se acicalan para salir de copas. Primerísimos planos de las horizontales al ritmo de aquel Apache de los Shadows forman una secuencia que entonces me pareció altamente erótica y vista ahora, con el paso de los años, aún la encuentro más alta.
Les aseguro que esto de presidir algo, lo que sea, no es lo mío. En mi larga carrera de docente a lo máximo que he llegado ha sido a desempeñar el cargo de tutor. Ni Director, ni Jefe de Estudios, ni siquiera Jefe de Departamento: tutor. A la vejez viruelas. Ahora, además de presidir el prestigioso Thornton Club soy el fundador y decano de la no menos prestigiosa Tertulia del Belluga. Se me amontona el trabajo y presento una acumulación excesiva de bronce en sangre.
Esta tertulia nació hace un par de años cuando abandoné para siempre mi centro de cansancio y pasé a mejor vida. Elegimos como centro de operaciones el Café de Roma en la Plaza del Cardenal Belluga. Desde entonces le guardamos fidelidad a esta plaza que, para quienes no la conozcan, les diré que es la plaza más bella de la ciudad.
Nuestra tertulia nada tiene que ver con aquella Academia del Buen Gusto ni con la tertulia de La Fontana de Oro, ni siquiera con la del Café Gijón. En Belluga nos reunimos -los lunes y miércoles- unos cuantos amigos a tomar café y a charlar de cuestiones graves y sesudas. Intercambiamos informaciones vitales sobre el curso de la liga, discutimos si los árbitros ayudan más al Barça que al Madrid. Trapicheamos con películas y libros. Comentamos sobre las últimas entradas de los blogs amigos. Preparamos la siguiente fechoría gastronómica. Despotricamos de los políticos y alguna que otra vez –por la proximidad del café con el ayuntamiento- hasta los abucheamos en vivo y en directo...y, por supuesto, no perdonamos a ninguna mujer guapa que cruce la plaza.
Sabemos de famosas tertulias donde se exigía llegar ya “tosido y llorado”. En la nuestra se puede toser, llorar y hasta hacer pucheros. Mi última propuesta ha sido fijar un día del año –el día de todos los santos- donde aportemos sendas analíticas y comparemos nuestros índices de colesterol, azúcar o el temido PSA y abrir un debate sobre las pastillas que tomamos a diario. La risa a nuestra edad está muy prestigiada y les aseguro que en nuestra tertulia los molares toman el sol generosamente.
A veces te encuentras con algún conocido que anda solitario y un tanto taciturno y al verlo así recuerdas lo que se decía de aquellos autores de principios del XX que se mostraban contrarios a las tertulias y se les tenía por raros: le falta café.
Como le he cogido el tranquillo a esto de realizar películas creo ser el mismísimo Bergman y cada vez la Thornton- Club-Mayer produce más y más cine.
Últimamente me ha dado por seleccionar mis secuencias favoritas y he observado que en nada tiene que ver mi criterio con el que seguiría un entendido en la materia: director, guionista, crítico y menos aún un cinéfago como nuestro profesor de La escuela de los domingos. Mis preferencias son muy de andar por casa.
Mis secuencias favoritas tienen casi todas un denominador común: la música. Las imágenes con música son mi debilidad. En casa, llegado uno de esos momentos y sea la hora que sea pongo el volumen al máximo sin miramiento alguno hacia mis vecinos. No lo puedo evitar.
Hoy les traigo una secuencia que nos muestra un amor de verano. Uno de esos amores que no llega a ninguna parte pero que nos acompaña ya de por vida.
El vestidito de la chica, su diadema, las sillas de hierro y la mesa de mármol, la mirada de la chica y su boca entreabierta dispuesta a recibir su primer beso, los pantalones acampanados y las tracas del chiquito, el chalet tan mediterráneo...
Todo esto hace que la secuencia me atrape y la tenga entre mis favoritas. Bueno, todo esto y ese pick-up donde gira un disco de los de entonces con la voz de Herve Villard cantando Caprí cèst fini.
... Ese tirante que no enseña nada, esos besos dulces y suaves, casi leves roces, esa música y esa edad, ¡ah, esa edad!, nos llevaba, en las alas de una ternura especial, a los brazos de un erotismo que sabemos disfrutarlo todavía porque lo vivimos con una intensidad irrepetible.
(Antonio Campillo)
...Músicas e imágenes unidos en determinado momentos de nuestra vida , los convierten en” vivencias” privilegiadas que no nos abandonan.
(Nicolás)
...Tan dulce como evocadora de aquellos veranos en el Mar Menor en la orilla nocturna de la playa, con músicas parecidas, de aquellos cines de verano, vestidos de tirantes y el chico que gustaba a todas tocando la guitarra de letras amatorias...
Una noche ya algo lejana entrevistaban en televisión al entonces presidente de gobierno Felipe González. A la pregunta de qué libro estaba leyendo contestó que Memorias de Adriano y citó un párrafo que aún recuerdo: Razón tenía aquella querellante a quien me negué cierto día a escuchar hasta el fin, cuando me gritó que si no tenía tiempo para escucharla tampoco lo tenía para reinar. La cita me agradó y al día siguiente tras visitar a mi amigo Alfonso -mi librero- compartía ya lectura nada más y nada menos que con el mismísimo presidente.
No es preciso que a estas alturas les diga que Memorias de Adriano es uno de esos libros de obligada lectura con el añadido de contar con un traductor como Julio Cortázar. Lo releo una y otra vez y mi cabo de lápiz lo pintarrajea sin cansarse. Hace unos días en uno de esos repasos encontré una frase que se me había escapado en lecturas anteriores: …el conversador frívolo, capaz de perder a un buen amigo por una frase ingeniosa.
Esta cita de MargueriteYourcenar me trajo a la memoria el recuerdo de dos amigos muy guasones. Dos frívolos a los que les gusta soltar una gracieta y mirar con el rabillo del ojo para comprobar si su humor inteligente ha sido captado por la concurrencia. Dos graciosos que por desplegar sus coloridas y vistosas plumas son capaces de molestar a su víctima incluso a riesgo de deteriorar una buena amistad.
La cita escrita al inicio, Por cada diez bromas se tienen cien enemigos, es un buen aviso a navegantes, a los que quieren bromear siempre a costa de los demás y se toman a sí mismos muy en serio. Nos lo advierte Laurence Sterne en su Tristam Shandy, otra cumbre de la literatura y con otro traductor de lujo, Javier Marías.
Ahora que ya soy un escritor publicado y de éxito, aportaré para la posteridad mi propia reflexión para que estos dos amigos, a los que dedico esta entrada, tomen buena nota:
-Para ejercer de bromista sin perder a tus amigos debes seguir tres reglas de oro, a saber. Una, debes reírte “de” ti y “con” los demás. Dos, cuando gastes una broma no lo hagas para presumir de ingenio, hazlo por el puro placer de reír. Y tres, aléjate del sarcasmo, nunca hagas sangre.
La fiesta de San José me trae recuerdos de mi infancia que siguen vivos, claros, intactos, indestructibles. El 19 de marzo era el santo de mi padre y el día más señalado del año para nuestra familia.
Mis padres en un alarde de imaginación le pusieron a dos de sus hijos los nombres de José y Mª José, así que la celebración era triple. Completaron la faena bautizando a otros dos hijos con el nombre de mi madre: Juana y Juan.
Empezábamos ese día acudiendo los once hermanos con nuestros padres a oír misa en la iglesia de San Antolín y de allí a La Aduana a tomar chocolate con churros. Colocábamos cuatro o cinco mesas en fila y nos dábamos un festín que ni el de Babette.
Nos llovían los regalos: gallinas -vivas por supuesto- que más tarde la asistenta sacrificaba colocándoles sobre el cuello una escoba que sujetaba con sus pies y estirando de las patas hacia arriba les alargaba el pescuezo unos centímetros. Tocinos de cielo, tartas de merengue -tortadas decimos por aquí- y brazos de gitano.
El timbre de la puerta no cesaba de sonar anunciando felicitaciones por escrito, incluida la del alcalde de la ciudad. Estas tarjetas del alcalde las llegamos a utilizar los hermanos en más de una ocasión para escribir en ellas unas letras -supuestamente del titular- autorizándonos a jugar al baloncesto en la pista municipal.
Ese día la mesa lucía resplandeciente vestida con la mantelería y la vajilla de lujo. La comida iba precedida de “los entremeses”, lo que le confería el grado de comida extraordinaria. Mis padres presidiendo la mesa, tan elegantes ellos, y rodeados de sus once hijos. Mis yayos nos honraban con su asistencia y nuestro abuelo nos ofrecía un discurso, “improvisado”, glosando las generosas viandas y el buen ambiente familiar.
Pasan los años y el día de San José sigo regresando a aquella casa en la que transcurrió mi infancia y sueño... Nuevamente, / eran mis padres jóvenes. Jugaban / conmigo mis hermanos…
(A Rafael Ñúñez, Alfredo Molina, Isidro Durán y Pascual Rodríguez. Cuatro doctores vacunados contra la broncemia) Un buen amigo y estupendo médico me ha alertado sobre una enfermedad que se extiende cada vez más y preocupa seriamente a las autoridades sanitarias. Se trata de la broncemia, una acumulación excesiva de bronce en sangre.
Esta vieja enfermedad -siendo tan antigua no la recogen ni el diccionario de la Real Academia de la Lengua ni el de Medicina- provoca en quienes la padecen la creencia de ser semidioses y soñar con que su estatua de bronce presidirá alguna vez una plaza de su ciudad o lucirá en el patio de su centro de trabajo.
Se ha comprobado que el enfermo de broncemia pasa por dos etapas. La primera etapa es la importantitis, donde uno se cree tan importante que nadie es mejor que él. La segunda etapa es la inmortalitis, cuando ya el bronce invade todo su cuerpo y cree ser una estatua olímpica e inmortal.
Parece ser que donde más se desarrolla esta enfermedad es en aquellos lugares que presumen de un alto nivel de intelectualidad y que los casos más severos se dan entre los 55 y los 65 años. A estas edades el enfermo desayuna habitualmente con Dios y luego desde lo alto de una tarima -y con una verborrea exagerada- nos habla y habla de cosas que generalmente ha leído de forma superficial.
Se creía que esta enfermedad era exclusiva del género masculino pero con el auge del feminismo ya se encuentran numerosos casos de broncemia entre las mujeres.
Tal vez mi aumento de peso se deba precisamente al bronce y no a esas pintas de cerveza que me tomo un día sí y otro también. Cuando mi amigo médico me ha alertado sobre esta enfermedad será que ha detectado alguno de sus síntomas en mi comportamiento: diarrea mental, soberbia, solemnidad, sordera…
Pocas imágenes urbanas me agradan tanto como ver a esas parejas de jóvenes besándose en mitad de la calle. Y aún más me agrada ver que la gente a su alrededor no se escandaliza de verlos metidos en semejante faena. Han sido demasiados años soportando la doble moral y la estupidez de nuestra casta dominante.
Les voy a contar una batallita de abuelo -una batallita de aquellos tiempos ominosos en que transcurrió mi juventud- de esas que te marcan para toda la vida pero que me sirvió para que mi novia me mirara, en adelante, como quien mira a un héroe mitológico.
Estábamos los dos tortolitos sentados en un banco de La Rotonda tan enfrascados en un beso eterno que no vimos llegar al puto guardia. Se nos plantó allí delante y nos soltó todo tipo de insultos –especialmente a ella- al tiempo que nos informaba que estábamos detenidos y nos pedía la documentación. En ese instante mi novia se puso a temblar de miedo y viéndola en ese estado no lo dudé, agarré por los tirantes de cuero al guardia y le dije a ella que echara a correr. Nunca ha vuelto mi chica a ser tan obediente, corría como una gacela en estampida.
El guardia trataba de soltarse pero yo, como si de un perro se tratara, no aflojaba el bocado. Me amenazaba con todo tipo de plagas una vez que lograra zafarse de mí, pero no me convencía. Hasta que no desapareciera de nuestra vista la veloz y aterrada gacela no pensaba aflojar mis manos.
Una vez puesta a salvo le di un empujón al uniformado y corrí con tanta velocidad que casi me salgo de la ciudad.
Por si estuviera leyéndome aquel guardia de los cojones, quisiera decirle que me cago en sus muelas. Que cada vez que veo a una pareja besándose al aire libre me acuerdo de él y lo maldigo. Que no lo hemos perdonado aún ni creo que lo hagamos nunca. Que es un pobre diablo descerebrado, una rata de dos patas… en fin, quisiera decirle todo lo que no me atreví a decirle aquel día que mi chica me tomó por un gigante y realmente lo que yo estaba era muerto de miedo.
El miedo que pasé aún me dura pero les aseguro que volvería a hacer lo mismo. Puto guardia.
Hay pintores que nunca han tenido un pincel sobre las manos
JUAN MANUEL BONET
A mi amigo Mariano Feced, que le dice al rey que va desnudo
Durante este tiempo que he estado desconectado he confeccionado un catálogo de pintores y pinturas. Desde la Florencia y la Siena de Cimabue y Giotto hasta nuestros días. El criterio que he seguido ha consistido en resumir libros y más libros de Historia del Arte, o sea, en copiar a los que saben. No se librarán ustedes de sucesivas entradas donde les hablaré del desnudo en la pintura española y de cuadros como El origen del mundo. No se librarán, no.
Cuando repasas de un tirón la historia de la pintura y pasas en escasas semanas de mirar al matrimonio Arnolfini cogiditos de la mano a contemplar un grafiti enmarcado, te entran serias dudas del concepto actual de arte. No se trata de estar en contra de las vanguardias, tan imprescindibles para que el arte avance, pero sí de no creerte todo lo que te cuentan.
Jean-Michel Basquiat
Si he de ser sincero, cuando me sitúo frente a un cuadro de Mondrian, de Pollock o de Tapies, no logro entender lo que sale de sus pinceles o de sus brochas y menos aún que se les llame pintores como a Tiziano o a Rafael. Sin duda que mis escasos conocimientos y mi basta –con b- sensibilidad artística tienen mucho que ver con mi ceguera.
Piet Mondrian
Tapies
Si esto me ocurre con los consagrados, qué desasosiego no me entrará cuando veo exposiciones de artistas aún por encumbrar. A los dichosos happenings y a las perfomances no les encuentro la gracia por más que me esfuerzo. No entiendo dónde está el mérito artístico en apilar sillas en un solar o en meter unos calamares en una bolsa de plástico y ver -y oler- cómo se van descomponiendo.
Doris Salcedo
También me descoloca la concesión de prestigiosos premios a este tipo de artistas del arte deprovocar. El premio Velázquez, nuestro más importante premio en artes plásticas, ha pasado de Gaya y Antonio López a manos de Muntadas, Salcedo o Barrio. Como dijo en acertadísima frase un gran artista contemporáneo: Si Velázquez pintase en el siglo XXI, no le darían el premio que lleva su nombre.
Artur Barrio
En una reciente visita al Museo De Bellas Artes de Budapest, vi codearse con Velázquez, Durero y Miguel Ángel, a un pintor constructivista polaco llamado Henryk Stazewski. Me llamó la atención lo poco que tuvo que trabajar este buen hombre para pintar su cuadro y el que hubiese ante él un grupo de escolares escuchando atentamente las minuciosas explicaciones de un experto. Bueno, lo que realmente me llamó la atención fue que estuviese allí colgado.
Henryk Stazewski
Que conste que no soy de los que se rinden fácilmente en esto de digerir obras de arteque no entran a la primera. Me gusta insistir una y otra vez. Cuando escuché por primera vez Tristan e Isolda mi rechazo fue total, no conseguía pasar del primer acto y hoy es una de mis óperas preferidas, y no les digo que atesoro más de treinta versiones en CD porque me tacharían de presumido exhibicionista.
Con ese mismo espíritu trato de roer estos cuadros y estas ocurrencias plásticas ante los que ni siento ni padezco, pero no lo consigo. Al contrario que con el Tristán, el segundo acto no termina de llegar. Creo que el maestro Gaya definió todo esto como nadie: "camelancias".
Presumo de tener algunas cosas en común con don Antonio Machado: los dos fuimos profesores de instituto, los dos nos licenciamos ya mayores en Filosofía y letras, los dos escribimos poemas y los dos nos enamoramos de dos niñas de corta edad. Don Antonio se enamoró de la infanta Leonor y yo perdí la razón por Pilar que se puso sus primeras medias para mí. Con respecto a nuestra común afición a reunir palabras y ponerlas en fila, mejor no comento.
Mi novia de toda la vida, mi chica, hacía tan solo quince años que había llegado a este mundo cuando se topó conmigo. Por entonces era alumna de las Carmelitas y yo estaba a punto de hacer las milicias. Nos conocimos en La Alberca un verano de hace cuarenta y tantas primaveras – Desde la dulce mañana / de aquel día, éramos novios- y ya no nos hemos separado desde entonces.
La conquisté empleando armas de destrucción masiva: pelo largo, un gran parecido a Alain Delon, pantalones acampanados, rebeca de tres cuartos y cantando Paraules d’amor mejor que Serrat. Ella me atrapó vestida con traje de colegiala, diadema de colegiala, calcetines de colegiala y una mirada de colegiala que aún conserva.
Atrás quedaron nuestros ratos en el Malecón. La universidad. El servicio social en Teruel. La mili en Lerida. Las cartas cargadas con tantísimos besos. El Mini blanco con techo de color vino, tan incómodo como el Sincamil. El Café Santos. El Soto. Las cafeterías Dormund y Baviera. El bar Los Zagales. El Club Remo. El policía que quiso multarnos por besarnos a media tarde en La Rotonda. El piso en Andino 6. Las últimas filas del cine Coliseum, del Iniesta, del Coy, del Rex… Así podría pasarme cien felices años / Sin después necesitar el Paraíso.
Pasa la vida y aquí seguimos, juntos y revueltos. Tenemos tres hijos y cinco nietos y todos los domingos nos reunimos a comer con ellos en nuestra casa de La Alberca. Son días de mucho alboroto, muchas risas, mucha comida, mucha bebida y mucho gozo de estar juntos.
En esas mañanas alberqueñas, en mitad del alboroto que arman nuestros nietos, Pilar y yo recordamos aquello que hace ya algún tiempo nos prometimos:
Soy consciente que con tanto abrir y cerrar el chiringuito se corre el riesgo de que la clientela se haya acomodado en otros baretos y le cueste volver por aquí. Es un riesgo que corro pero a cambio he podido entretenerme con asuntos que solo un desconectado sobrado de tiempo puede abordar.
En estos meses mi biblioteca virgen ya ha conocido varón. He leído simultáneamente La Ilíada y La Odisea -¡Homérico!-. He escuchado los 21 CD con los lieder de Schubert, esa joya de Dieskau y Gerald Moore y tan brillantemente inferidos al castellano por mi amigo Fernando Pérez Cárceles. He averiguado que Agustina de Aragón era de Málaga y que Manolete mató 1008 toros.
Gracias a mi hermano Miguel me he dado un atracón de películas del genial director y escritor madrileño Edgar Neville: El Baile, La Torre de los siete jorobados, El crimen de la calle Bordadores, la vida en un hilo, El último caballo, Nada, Domingo de carnaval, La ironía del dinero, El Marqués de Salamanca, Correo de indias…en fin, a otros les da por hacer pilates o buscar tesoros en el fondo del mar. Ya lo dijo el torero: hay gente pa to.
Sin más rodeos: queda abierto de nuevo el Thornton Club. Invita la casa.