Abuelo, te quiero hasta el infinito y más allá
MANRIQUICO
He de reconocer que la vida me está tratando con mucha delicadeza. Con frecuencia me ha regalado algún que otro tesoro que he atrapado y guardado celosamente en mi memoria. Procuraré ponerme lo menos cursi posible y procuraré, también, no creerme el hombre más feliz de la tierra, como hiciera aquel desdichado rey de Lidia.
El último detalle con que me ha obsequiado ha sido regalarme dos nietecicas gemelas, Manuela y Gloria. Dos bombonazos tan guapas y saladas como su madre, que es una andaluza de bandera. Verlas paseando en su cochecito doble es una gozada y les aseguro que no es pasión de abuelo.
En un solo año he pasado de ser abuelo de un único nieto a reunir un racimo de cinco nietecicos: Manrique, Elena, Pilar, Manuela y Gloria. ¡Cuatro nietas en un año! Permítanme que tenga cierto vértigo y ganas de contarlo aunque roce la cursilería.
Unos versos de Omar Khayyám nos advierten de que En nada somos semejantes a las plantas que retoñan luego de podadas. Cuando él lo dice será verdad, pero con la llegada de mis nietos tengo precisamente esa sensación, la de andar por ahí con unas hojas verdes brotándome de las orejas, de la nariz y de las yemas de los dedos. Parezco doña Hortaliza con alma, aquella dama de las Academias del Jardín que siempre vestía de verde.
Mis nietos me hacen reverdecer como lo hace mi olma cada primavera y me hacen sentir la savia circulando por todo mi cuerpo. Hacen conmigo lo que la primavera hace con los cerezos. Ese poder tienen.
De vez en cuando la vida nos besa en la boca, esa caricia siento cada vez que los tengo cerca, que la vida, la dulcísima vida de la que habla Homero, me besa amorosamente.
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