Juego con algo de ventaja al hablar de los profesores, mi familia casi al completo se dedica a la enseñanza, algo más de veinte de sus miembros son profesores, sí, sí, exactamente veintitrés. Mi padre y yo lo éramos y vivo con dos profesoras que son profesoras las 24 horas del día. Me he pasado toda mi vida entre ellos.
Hay un sector de docentes, bastante numeroso, que piensa que nuestra enseñanza es un fracaso y probablemente tengan razón, pero es curioso verlos reunidos razonando la cuestión. Obsérvenlos: culpan a los padres porque son unos flojos y se dejan avasallar por los hijos. Culpan también a la sociedad por desprestigiar conceptos en otros tiempos sagrados, como el esfuerzo, el trabajo, el interés. Y, por supuesto, culpan a los políticos y sus dichosos planes de estudios. A todos señalan… menos a ellos mismos, a los profesores.
No digo que sean los responsables del supuesto fiasco, pero ya que se reúnen para tratar del asunto, que hagan un poquito de autocrítica. Qué menos.
Esto no es exclusivo de los enseñantes, otro tanto se podría decir de los jueces, de los médicos o de los conductores de autobuses. Pero yo he titulado la entrada “Profesores” y es a ellos a quien me refiero.
La enseñanza, como algunos sabemos, es una profesión que requiere vocación y el que no la tenga debería salir corriendo de las aulas. El mal que causa a sus alumnos, y en no pocos casos a sí mismo, es difícil de reparar. A veces nos sobra con cinco minutos para catalogar a un pobre y virgen profesor y concederle la medalla al mérito o degradarlo a simple profesional.
Esa vocación de la que hablamos es necesaria porque en no pocas ocasiones, el profesor, tendrá que enseñar al que no quiere, que es algo más complicado que enseñar al que no sabe. Porque en no pocas ocasiones tendrá que soportar la ingratitud de sus alumnos y la de los señores padres de sus alumnos y porque, en no pocas ocasiones, se preguntará si sirve de algo lo que está haciendo. (Continuará).
.