Allí estaba mi hogar, tal como fuera
cuando yo lo habité, y en él estaban
todos los seres que en la luz hermosa
de esta morada alguna vez vivieron.
ELOY SÁNCHEZ ROSILLO
LA FESTIVIDAD de San José me trae recuerdos de mi infancia que siguen vivos, claros, intactos, indestructibles. El 19 de marzo era el santo de mi padre y el día más señalado del año para nuestra familia.
Mis padres
en un alarde de imaginación le pusieron a dos de sus hijos los nombres
de José y Mª José, así que la celebración era triple. Completaron la
faena bautizando a otros dos hijos con el nombre de mi madre: Juana y
Juan.
Empezábamos
ese día acudiendo los once hermanos con nuestros padres a oír misa en
la iglesia de San Antolín y de allí a La Aduana a tomar chocolate con
churros. Colocábamos cuatro o cinco mesas en fila y nos dábamos un
festín que ni el de Babette.
Nos llovían
los regalos: gallinas -vivas por supuesto- que más tarde la asistenta
sacrificaba colocándoles sobre el cuello el palo de una escoba que sujetaba con sus
pies y estirando de las patas hacia arriba les alargaba el pescuezo
unos centímetros. Tocinos de cielo, tartas de merengue -tortadas decimos
por aquí- y brazos de gitano.
El timbre de la puerta no cesaba de sonar anunciando felicitaciones por escrito, incluida la del alcalde de la ciudad. Estas tarjetas del alcalde las llegamos a utilizar los hermanos en más de una ocasión para escribir en ellas unas letras -supuestamente del edil- autorizándonos a jugar al baloncesto en la pista municipal.
El timbre de la puerta no cesaba de sonar anunciando felicitaciones por escrito, incluida la del alcalde de la ciudad. Estas tarjetas del alcalde las llegamos a utilizar los hermanos en más de una ocasión para escribir en ellas unas letras -supuestamente del edil- autorizándonos a jugar al baloncesto en la pista municipal.
Ese día la
mesa lucía resplandeciente vestida con la mantelería y la vajilla de
lujo. La comida iba precedida de “los entremeses”, lo que le confería el
grado de comida extraordinaria. Mis padres presidiendo la mesa, tan
elegantes ellos, y rodeados de sus once hijos. Mis yayos nos honraban
con su asistencia y nuestro abuelo nos ofrecía un discurso,
“improvisado”, glosando las generosas viandas y el buen ambiente
familiar.