ALMANAQUE DE ANDRÉS TRAPIELLO
Pedro García Montalvo (1)
ACABA
de aparecer en Murcia un volumen dedicado al escritor Pedro García
Montalvo, de cuyas obras han y habrán de decirse las mejores cosas. Van
aquí las que allí quedan dichas.
* * *
Es posible que el lector
de estas cuartillas las encuentre un poco embarulladas, pero de lo que tratan
no puede ser contado de otro modo, o yo no sé hacerlo.
Si pienso en una amistad
pura y desinteresada, en lo que pudiéramos llamar “molde de la amistad ideal”,
se le vienen a uno a los labios en primer lugar los nombres de Pedro García
Montalvo y Eloy Sánchez Rosillo, y si tuviera que escribir estas cuartillas
sobre el segundo de ellos, las empezaría del mismo modo y diciendo parecidas cosas
a las que me propongo decir del primero. Conoce uno a algunos escritores que
son colegas, que salen juntos, que toman copas, incluso que se pasan los
manuscritos para leérselos y corregírselos, pero no son como ellos dos. Lo suyo
trasciende la literatura, o si se prefiere enunciar al revés: lo suyo no ha
perdido de vista nunca la vida, y todo sucede entre ellos de un modo natural,
muy poco literario, incluso cuando hablan de su oficio de escritores.
En cierto modo no puedo
pensar en uno sin pensar en el otro, sabiendo que ellos dos son a su vez, en la
relación que mantienen desde hace cuarenta años, la cristalización de una idea
decantadísima de amistad. Y lo que diga de la persona de uno y de sus obras
podría decirlo del otro. No estoy afirmando con ello, desde luego, que sean
iguales, ni siquiera parecidos. No lo son como personas ni tampoco como
escritores. Al contrario. No se podría encontrar a dos escritores y a dos
hombres más diferentes. Y no me refiero sólo al hecho de que García Montalvo
sea novelista y Sánchez Rosillo poeta, sino a que todo lo arrollador y efusivo
que es este, es discreto y silencioso aquel. Acaso sean estas diferencias
personales y, sobre todo, literarias, que les han permitido relacionarse sin
los recelos y picajosidades frecuentes entre escritores del mismo género, las
que han armonizado tanto su relación. A Ramón Gaya le oí decir una vez hablando
de ellos que eran amici per la pelle. Se refería con esta expresión al
hecho de que no necesitaban ni siquiera decirse las cosas para saber lo que
piensan o sienten de esto y de lo otro a cada momento, y yo he sido testigo
incluso de cómo son capaces de hablar por teléfono entre ellos sin llegar a
descolgarlo.
He traído a colación el
nombre de Gaya de una manera intencionada. A menudo Pedro, Eloy y yo lo
recordamos, porque fue una persona decisiva en la vida y en la formación
intelectual y literaria de nosotros tres, pero también porque fue el eslabón
que facilitó que nos conociéramos. Nos decimos, un tanto ensimismados, como
ante un hecho que siendo tan natural no deja de ser misterioso: también el
conocernos se lo debemos a él.
Primero conocí a Eloy,
de quien edité en 1984 en Trieste su libro Elegías sin conocerlo aún
personalmente. Eso vino poco después.
Cuando nos conocimos yo
ya había leído El intermediario, un relato fascinante, climático y
sutil, cristalino y elíptico, como lo es en cierto modo toda la obra narrativa
de García Montalvo, montada sobre observaciones tanto más vivas cuando más
finas, el modo en que alguien mueve una mano o vuelve la cabeza, tal o cual
palabra pronunciada de modo que se la creería un fruto maduro del silencio, y,
claro, toda esa urdimbre interior de sentimientos que unen a sus personajes. La
narrativa, desde luego, de un poeta.
En el tiempo que medió
entre mi encuentro con Pedro y mi encuentro con Eloy, Eloy y yo apenas nos
habíamos visto unas pocas veces, y siempre por algo relacionado con Gaya. Una
de ellas fue en la inauguración de la exposición de nuestro amigo en el Museo
de Arte Contemporáneo de Madrid, en 1987. A esa exposición acudió también
García Montalvo, allí nos vimos por primera vez, y ocurrió algo no por
previsible menos curioso: Pedro y yo empezamos a ser amigos, pero sólo a partir
de entonces, de 1987, se trabó verdaderamente la amistad entre Eloy y yo, como
si hubiésemos necesitado del eslabón Pedro para hacerlo, como había sido
preciso el eslabón Gaya para eslabonarnos nosotros tres, conscientes acaso de
que no podíamos empezar a ser amigos si faltaba alguno de nosotros.
Naturalmente ellos
tienen además otros amigos, unas veces comunes y otros no, como los tenemos
todos, pero me gusta pensar, sobre todo los días en que siente uno demasiado
solitaria su vida, que me han asociado a su hermandad, y que aunque ellos ya
eran los amigos por antonomasia antes de conocerme a mí, me dejarán formar un
trío artístico con ellos.
Si me preguntan alguna
vez el nombre de un novelista o de un poeta contemporáneo, no me cuesta en
absoluto decir el de uno y otro, no tanto porque sean amigos, que también, sino
porque me parece que serlo de ellos me honra mucho y me da mucho gusto que sean
sus nombres los primeros que se me vienen a los labios, pues aunque puede haber
otros poetas o novelistas españoles que entre sus contemporáneos les igualen,
yo no sabría poner por delante ningún otro. Esa es una rara y grandísima
suerte.
El hecho de que vivan
ellos en Murcia y yo en Madrid ha sido motivo de que no pocas veces uno se
melancolice pensando cuánto mejor sería poderse ver con ellos a diario, como
ellos mismos hacen: con sólo contar tres moreras, ya están sentados en una
terraza, entre las flores de la Plaza de las Flores, por ejemplo, acompañados
de Encarna y Marili, o solos, acordándose de vez en cuando de nosotros, de
Miriam y de mí, que pasamos la vida en Madrid como los judíos errantes, sólo
que sin errancia.
En nuestro negociado, los poetas y novelistas
nos pasamos el día fingiendo o mintiendo abiertamente cuando hemos de decirle a
un colega o a los espontáneos que nos han enviado sus libros, lo que nos
parecen. Lo hacemos con otros y lo hacen con nosotros. Pero no sucede así,
estoy seguro, entre nosotros tres (y me estoy imaginando cómo en este punto
Eloy y Pedro, sin ponerse de acuerdo -no hace falta, se conocen de memoria- me
replican: “¡Qué ingenuo eres, Andrés!”, en lo que conocemos como “humor
murciano”, género en el que ambos han alcanzado cotas sólo reservadas a parejas
sublimes como Walter Matthau y Jack Lemon). La franqueza de nuestros juicios y
la libertad de nuestras opiniones están sustentadas en un sentimiento de
partida: cada cual cree sincera y desinteresadamente en la excelencia de las
obras del otro (yo me excluyo de estas comparaciones, naturalmente, y no sólo
para evitar alguna “bromica” de ellos), porque las saben nacidas de parecido
hondón (la palabra es de Unamuno): cada uno de ellos busca, como la buscó Gaya,
la naturalidad, en el decir y en el sentir, y para ello echan mano de algo que
se encuentra únicamente dentro de cada cual, el sentimiento, eso tan indefinido
pero tan reconocible.
Por eso, como no es
posible vernos a diario tal y como querríamos, no pasa año que no nos citemos
una o dos veces ni semana que no nos hablemos otro tanto, incluso sin descolgar
el teléfono, arte en el que tuvieron la amabilidad de instruirme hace ya muchos
años.
¿Y de qué se habla entre
nosotros, entre Pedro y yo o entre Eloy y yo? Lo mismo, supongo, que entre
Pedro y Eloy. De todo y de nada. Lo que le cuenta uno a Pedro, se lo podría
contar a Eloy, es posible incluso que aquél acabe de contárselo a él o vaya a
hacerlo a continuación, y no es en absoluto infrecuente que estando hablando
con uno, llame por otro teléfono el otro, pues han desarrollado también el
instinto de saber cuándo ha telefoneado uno a uno de ellos o cuándo uno de
ellos me ha telefoneado a mí (arte este del que al contrario que del otro y no
sé por qué, nunca han querido decirme ni media palabra).
A esto me refería al
principio con lo de lioso y embarullado.
En todo
este tiempo, veinticinco años, no recuerdo ninguna disputa entre ellos dos ni
entre nosotros ni un enfado ni siquiera una de esas cosas que crían moho, como
todo lo que permanece en un lugar cerrado, oscuro y húmedo. Y ha sido así no
porque pensemos lo mismo de todos y cada uno de los infinitos asuntos de la
vida, sino porque aunque hubiese salido a nuestro encuentro un escollo lo
habríamos orillado sin el menor problema, porque comprendemos que algo que
pudiera disgustarnos no merece la pena ni siquiera de ser considerado. Y las
cosas que podemos decir dos de nosotros del otro, en cualquiera de las
combinaciones posibles, son de tal naturaleza que podríamos grabarlas en vídeo
y pasárselas al que estaba ausente.
Se dirá que esa es una
relación inexistente entre seres humanos, que no es posible hallar amigos que
sean leales de ese modo y a todas horas, sin pequeñas traiciones ni desmayos.
Me da igual lo que crean, pero puedo asegurar que es así, y por eso hablaba al
principio de lo singular de esta amistad.
Hace años también publiqué
un libro de García Montalvo. Se lo pedí yo, como le pedí en su día a Eloy el
suyo. Fueron mucho más generosos ellos conmigo que yo con ellos, porque las
editoriales en las que aparecieron eran poco menos que artesanales, y
confiándome sus escritos los condenaban a la clandestinidad.
El de García Montalvo es
un libro precioso, El aire libre se titula, un conjunto de textos cuyo
origen había sido parecido a este mío: el artículo que se le solicitó para el
homenaje de una colega, las semblanzas que aparecieron en los catálogos de sus
amigos pintores, tal o cual otro escrito sobre un escritor amigo o un rincón de
la ciudad o del campo… Podría parecer que todo en él era circunstancial, pero
al ser leído en su conjunto se veía que obedecía a una ley única, sostenido por
una firme columna vertebral que le permitía caminar entre esos temas de una
manera en verdad airosa.
La lectura o relectura
de cada libro de García Montalvo viene precedida de cierto cambio en nuestra
actitud, como si lo que les damos a otros escritores, atención, silencio,
cierto ambiente de recogimiento, fuera insuficiente. Sabemos que aquello que
nos dará él es también algo más de lo que se nos suele dar. Así que la lectura
o relectura de lo suyo viene precedida en mí por un primer impulso especial en
el pensar y el sentir, algo muy parecido a esa oxigenación suplementaria con la
que ensanchamos los pulmones al abrir la ventana una mañana de primavera o al
enfrentarnos a una panorámica tan colosal que necesitase para ser abarcada
además del sentido del la vista, del oído o del olfato, la respiración,
oxigenando eso que empezamos a sentir y pensar desde la primera línea. No
abrimos un libro, abrimos una ventana sobre la primavera del mundo, sobre el
paisaje más sereno y hermoso que cupiese imaginar y el aire cristalino nos
acerca de modo increíble las vidas de unos personajes que van y vienen, a
menudo con sus pequeñas o grandes tribulaciones, buscando, como los personajes
de Galdós, una grandeza noble en pequeñas cosas que a menudo no pueden serlo. Y
necesita uno al mismo tiempo respirar hondo y sentir su sabor, el tacto
aterciopelado de la brisa, su rumor enredándose con el canto de los pájaros o
los ruidos propios de la ciudad (todas sus novelas son urbanas). Y al momento
nos invade, aunque no nos hayamos movido de donde estábamos, un sentimiento
purísimo de libertad, y sé que aquello que voy a empezar a leer me llevará de
la mano muy lejos, y me soltará luego para que vaya por mi cuenta, como ese aire
libre que puso tan acertadamente por título en un libro.
Si me faltaran las
novelas y prosas de Pedro, sé que me faltaría el aire para respirar, lo mismo
que si me faltaran los poemas de Eloy.
Sé que hoy debería
hablar sólo de García Montalvo, dejando de lado a Sánchez Rosillo, y a algunos
se les hará raro que lo haya hecho de los dos, pero es que para mí son, tan
distintos, uno mismo cobijados bajo la misma pelle, hablando de las mismas
cosas y de una manera parecida: clara, sentida, natural y misteriosa, y, desde
luego, luminosa, de dentro afuera y de abajo arriba, como todo lo que se eleva.
Por
esa razón si alguna vez me piden un escrito sobre Eloy Sánchez Rosillo, para
celebrar en un volumen parecido a este su jubileo universitario, mandaré este
mismo sobre Pedro García Montalvo, sabiendo que no les importará en absoluto a
ninguno de los dos, porque lo que siento por uno, lo siento por el otro, y lo
que digo de ambos es exactamente a lo que yo aspiro, desde que los conocí.
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Arriba:
Pedro García Montalvo, Andrés Trapiello y Eloy Sánchez Rosillo. Los
Alcázares, Murcia, 23 de mayo de 2001. Foto de José Belmonte. |