viernes, 14 de mayo de 2010

TERTULIANOS

Están en todas partes y a todas horas. Radio, televisión, mañana, tarde, noche, otra radio, otra televisión. Siempre son los mismos. Opinan sobre mil asuntos distintos. La política está en el fondo y en la superficie de todos sus comentarios. Sabemos antes de que abran la boca a favor o en contra de quiénes están. Son fieles e incluso fanáticos de tal o cuál político. Se pasan la vida criticando a diestro o a siniestro. Lo diré rápidamente: no me hacen ninguna gracia. Pena de gente.


Los tertulianos consiguen imponer el tema diario de nuestras conversaciones en la oficina. Un buen día todos nosotros -en el instituto y en la carnicería- hablamos de la deuda exterior china, otro día del Titadyne, otro del bigotes, otro de las hijas góticas... y así, un día y otro.


Ahora andan enredados con la tijera del ahorro. ZP se ha metido a sastre y va dando tijeretazos a todo el que se le acerca. Unos tertulianos lo quieren destrozar y los otros proteger. Ya sabemos quienes asumirán la fiscalía y quienes la defensa.


Estos tertulianos, ¿cuándo leen? ¿Qué películas ven? Escuchar una ópera lleva cuatro horas, ya me dirán. De su vida privada ni imaginemos, no tienen tiempo ni para discutir en casa.
No tienen tiempo ni para preparar los temas que van a debatir. Su cultura es la de lectores apresurados de solapas. Como andan escasos de tiempo para cultivarse, sus meteduras de pata son continuas: un tertuliano mencionó la ópera de Mozart “Le Nozze di Figaro”. Jiménez Losantos, al parecer hombre culto, alzó su voz, “en castellano, en castellano” y añadió, “Las noches de Fígaro”. Con dos cojones.


La verdad es que es tentador escuchar una tertulia y que piensen por ti. Luego, cuando discutas con tus compañeros de trabajo sobre ese tema, les sueltas lo que has oído y tan feliz. Nunca te dolerá la cabeza por haber pensado más de la cuenta.


Recuerdo el libro “Ese músico que llevo dentro” donde están agavillados diversos artículos sobre música escritos por Alejo Carpentier. Nos cuenta de un espectador en un concierto de música clásica, como quiera que lo que escuchaba no terminaba de digerirlo, le pregunta al vecino de localidad: ¿Esto me gusta?

domingo, 9 de mayo de 2010

AMARILLO

Era un niño feliz. Su pequeño paraíso lo constituía el taller de carpintería familiar, donde trabajaban su padre, su abuelo y dos tíos. El pequeño siempre estaba tratando de imitarlos y con los retales que encontraba se fabricaba mesas, barcos y todo lo que en su reducido mundo alcanzaba a imaginar. Le celebraban sus pequeños logros, aunque les oía comentar a veces: “se pasa el día clavando puntas “.
Otro momento mágico se producía cada día, cuando bajaba corriendo a la puerta de la calle al oír la moto de su padre que regresaba de su jornada de trabajo en “La Central”. Cuando la MV AUGUSTA llegaba, su gozo consistía en girar la llave de contacto que estaba sobre el faro y parar el motor.


El domingo era el peor día de la semana al no existir actividad en el taller. Se distraía con los juguetes que le trajeron los Reyes el año anterior y que eran un juego de bolos de madera coloreados, un pequeño parchís, un acordeón, con fuelle de cartón, de cinco notas y la hucha mágica que se tragaba las monedas. Al final de la tarde, cuando su padre volvía del Café, le traía invariablemente una barrita de chocolate Elgorriaga, que se comía sin dilación.


Aquel otoño, su madre le acababa de tejer un precioso jersey de lana de color amarillo, más bonito que las plumas de los canarios.



Una tarde, estando en la escuela de párvulos, entró en la misma el tío Timoteo y le dijo a la maestra que su padre se había caído con la moto y se lo habían llevado a la ciudad. Fue a casa angustiado y temeroso. De madrugada trajeron su cadáver y a la tarde siguiente, su tío lo tomó en brazos para entrarlo en la sala donde su padre yacía en la cama con la cabeza vendada. Le dijeron que le diera un beso y lo llevaron a casa de unos vecinos, donde una hora después vería a través de la ventana el cortejo fúnebre camino del cementerio.



Al domingo siguiente lo vistieron para ir a misa y al ponerle el jersey nuevo observó que una de las mangas llevaba cosida una gran cinta negra a su alrededor. Andaba por la calle mirándola con disimulo y un sentimiento mezcla de temor y de vergüenza, sentimiento que nunca lo abandonaría cada vez que se lo ponía.



Han pasado cincuenta años y a veces, entre sus cosas, aparecen los juguetes que conserva como pequeños tesoros. Los toca unos instantes y al volverlos a guardar piensa que en todo ese tiempo nunca ha vuelto a ponerse un jersey amarillo.