Cuando murió Franco, con perdón, y estrenamos la democracia (qué bien sabía esa palabra en la boca, más dulce que la miel) los jóvenes, y no tan jóvenes, andábamos un poco alterados con todo, especialmente con todo lo relacionado con el sexo.
Me estoy refiriendo a los varones, a los pasmados varones victimas de la censura. De las señoras no opino por absoluto desconocimiento.
Me estoy refiriendo a los varones, a los pasmados varones victimas de la censura. De las señoras no opino por absoluto desconocimiento.
El cine y las revistas se propusieron que recuperáramos rápidamente el tiempo perdido.
“Susana quiere perder eso”, “Atraco a sexo armado”, “Más fina que las gallinas”, “La visita del vicio”... eran las películas que nos emocionaban.
Interviú y otras revistas, nos fueron enseñando el mundo interior de nuestras actrices, que desde luego lo tenían.
Una vez apagados aquellos fuegos, ese tipo de cine dejó de atraernos. Ante escenas de sexo más o menos zafias se imponían las nuevas secuencias de sexo rodadas con talento. Sugerir era mucho más complicado que mostrar. El deseo, la pasión, se contaban en estas buenas películas de otra manera. El espectador tenía que poner de su parte, participaba con su imaginación y algunos con sus obsesiones.
Un claro ejemplo de erotismo rodado con talento lo encontramos en la película “La hija de Ryan”, dirigida por David Lean. Hay una secuencia con una alta dosis de erotismo donde no se exhiben ni unos centímetros de piel. Bastan un riachuelo, unos caballos, la vegetación, para crear un clima enormemente erótico: Una pareja tiene su primer encuentro adúltero en el bosque. Se les ve haciendo el... Vean, véanla.
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