Nunca he compartido esas opiniones tan rotundas sobre la relación entre los rasgos de personalidad de un individuo y su fisonomía, su nacionalidad o el color de su piel.
Los gordos no tienen por qué ser más risueños y optimistas que los cenceños, ni los españoles somos necesariamente más envidiosos que los franceses. La tacañería achacada a los catalanes siempre me ha parecido una forma encubierta de envidia por ser los más europeos de todos nosotros.
Pero les voy a contar lo que le escuché decir a un calvo, a un ilustre calvo, sobre los calvos y que ha tirado por tierra mi incredulidad en estos asuntos.
El colofón de mi carrera baloncestística fue entrenar al Júver - recuerden, aquel equipo donde descubrí el vértigo del baloncesto profesional-. Fui su primer entrenador y después de mí vinieron por aquí otros muchos técnicos de más categoría: Felipe Coello, Moncho Monsalve... uno de ellos fue Ari Vidal, el famoso entrenador de la selección brasileña de baloncesto.
Ari Vidal, que
es calvo como una bola de billar, estaba en los vestuarios del Club de Tenis
aguantando las bromas de los amigos acerca de su despoblada cabellera. Sin
apenas inmutarse, hizo este comentario en voz alta: Reíros, reíros de los calvos,
pero decidme si alguna vez habéis visto a un calvo pidiendo.
Hasta ese momento, de los calvos había oído que eran más viriles que los melenudos por aquello de que el exceso de testosterona provocaba la caída del pelo, pero eso de que nunca tendría que darle unas monedas a ninguno de ellos, eso, he de reconocer que ni lo imaginaba.