jueves, 20 de junio de 2013

LUCÍA

HACE ALGO MÁS de diez años tuve la suerte de encontrar entre los pupitres de mi clase a una niña sencillamente maravillosa. Educada, culta, sensible, inteligente... No exagero al decir que en mis cuarenta años de profesor jamás había conocido una alumna tan extraordinaria como Lucía, Lucía Rodríguez. A mitad de curso se marchó a su tierra, a Argentina, y nos dejó echándola de menos todos los días.



Al año siguiente tuvo la gentileza de escribirme desde Buenos Aires, de decirme que me extrañaba y que eran muchos y buenos los recuerdos que guardaba de mí.

Hace unos días recibí en mi Facebook una solicitud de amistad de una joven mujer. Simplemente decía que quería ser mi amiga. Acostumbro a pulsar el "sí" a todos los que se molestan pidiéndome una aprobación para figurar en mi lista de amigos y así lo hice también en esta ocasión. Al cabo de unas semanas volvió a escribirme y me reveló que era aquella Lucía Rodríguez  del instituto. Me decía que aún conservaba en un cajón los poemas y las "Frases de oro" que utilizábamos en clase y me preguntaba -con cierto temor- si me acordaba de ella.

Desde aquí te lo digo Lucía, nadie desde un pupitre me ha cautivado tanto como lo hiciste tú. Yo no te he olvidado desde entonces. Guardo aquella carta, guardo tu fotografía escolar y tu cuaderno de clase. Cuaderno que he mostrado curso tras curso a los alumnos como ejemplo de perfección. Te parecías mucho a mi hija Gloria y eso ayudaba también.

Este trabajo de enseñante tiene sus satisfacciones y ésta es una de ellas. Veo que ya eres profesora y solo te deseo que des con alumnos que se parezcan -aunque sea un poquito- a ti.

Un beso.




.

martes, 18 de junio de 2013

PEDRO GARCÍA MONTALVO

ALMANAQUE DE ANDRÉS TRAPIELLO

18 de junio de 2013

Pedro García Montalvo (1)

ACABA de aparecer en Murcia un volumen dedicado al escritor Pedro García Montalvo, de cuyas obras han y habrán de decirse las mejores cosas. Van aquí las que allí quedan dichas.
* * *
Es posible que el lector de estas cuartillas las encuentre un poco embarulladas, pero de lo que tratan no puede ser contado de otro modo, o yo no sé hacerlo.
Si pienso en una amistad pura y desinteresada, en lo que pudiéramos llamar “molde de la amistad ideal”, se le vienen a uno a los labios en primer lugar los nombres de Pedro García Montalvo y Eloy Sánchez Rosillo, y si tuviera que escribir estas cuartillas sobre el segundo de ellos, las empezaría del mismo modo y diciendo parecidas cosas a las que me propongo decir del primero. Conoce uno a algunos escritores que son colegas, que salen juntos, que toman copas, incluso que se pasan los manuscritos para leérselos y corregírselos, pero no son como ellos dos. Lo suyo trasciende la literatura, o si se prefiere enunciar al revés: lo suyo no ha perdido de vista nunca la vida, y todo sucede entre ellos de un modo natural, muy poco literario, incluso cuando hablan de su oficio de escritores.

En cierto modo no puedo pensar en uno sin pensar en el otro, sabiendo que ellos dos son a su vez, en la relación que mantienen desde hace cuarenta años, la cristalización de una idea decantadísima de amistad. Y lo que diga de la persona de uno y de sus obras podría decirlo del otro. No estoy afirmando con ello, desde luego, que sean iguales, ni siquiera parecidos. No lo son como personas ni tampoco como escritores. Al contrario. No se podría encontrar a dos escritores y a dos hombres más diferentes. Y no me refiero sólo al hecho de que García Montalvo sea novelista y Sánchez Rosillo poeta, sino a que todo lo arrollador y efusivo que es este, es discreto y silencioso aquel. Acaso sean estas diferencias personales y, sobre todo, literarias, que les han permitido relacionarse sin los recelos y picajosidades frecuentes entre escritores del mismo género, las que han armonizado tanto su relación. A Ramón Gaya le oí decir una vez hablando de ellos que eran amici per la pelle. Se refería con esta expresión al hecho de que no necesitaban ni siquiera decirse las cosas para saber lo que piensan o sienten de esto y de lo otro a cada momento, y yo he sido testigo incluso de cómo son capaces de hablar por teléfono entre ellos sin llegar a descolgarlo.

He traído a colación el nombre de Gaya de una manera intencionada. A menudo Pedro, Eloy y yo lo recordamos, porque fue una persona decisiva en la vida y en la formación intelectual y literaria de nosotros tres, pero también porque fue el eslabón que facilitó que nos conociéramos. Nos decimos, un tanto ensimismados, como ante un hecho que siendo tan natural no deja de ser misterioso: también el conocernos se lo debemos a él.

Primero conocí a Eloy, de quien edité en 1984 en Trieste su libro Elegías sin conocerlo aún personalmente. Eso vino poco después.
Cuando nos conocimos yo ya había leído El intermediario, un relato fascinante, climático y sutil, cristalino y elíptico, como lo es en cierto modo toda la obra narrativa de García Montalvo, montada sobre observaciones tanto más vivas cuando más finas, el modo en que alguien mueve una mano o vuelve la cabeza, tal o cual palabra pronunciada de modo que se la creería un fruto maduro del silencio, y, claro, toda esa urdimbre interior de sentimientos que unen a sus personajes. La narrativa, desde luego, de un poeta.
En el tiempo que medió entre mi encuentro con Pedro y mi encuentro con Eloy, Eloy y yo apenas nos habíamos visto unas pocas veces, y siempre por algo relacionado con Gaya. Una de ellas fue en la inauguración de la exposición de nuestro amigo en el Museo de Arte Contemporáneo de Madrid, en 1987. A esa exposición acudió también García Montalvo, allí nos vimos por primera vez, y ocurrió algo no por previsible menos curioso: Pedro y yo empezamos a ser amigos, pero sólo a partir de entonces, de 1987, se trabó verdaderamente la amistad entre Eloy y yo, como si hubiésemos necesitado del eslabón Pedro para hacerlo, como había sido preciso el eslabón Gaya para eslabonarnos nosotros tres, conscientes acaso de que no podíamos empezar a ser amigos si faltaba alguno de nosotros.
Naturalmente ellos tienen además otros amigos, unas veces comunes y otros no, como los tenemos todos, pero me gusta pensar, sobre todo los días en que siente uno demasiado solitaria su vida, que me han asociado a su hermandad, y que aunque ellos ya eran los amigos por antonomasia antes de conocerme a mí, me dejarán formar un trío artístico con ellos.
Si me preguntan alguna vez el nombre de un novelista o de un poeta contemporáneo, no me cuesta en absoluto decir el de uno y otro, no tanto porque sean amigos, que también, sino porque me parece que serlo de ellos me honra mucho y me da mucho gusto que sean sus nombres los primeros que se me vienen a los labios, pues aunque puede haber otros poetas o novelistas españoles que entre sus contemporáneos les igualen, yo no sabría poner por delante ningún otro. Esa es una rara y grandísima suerte.
El hecho de que vivan ellos en Murcia y yo en Madrid ha sido motivo de que no pocas veces uno se melancolice pensando cuánto mejor sería poderse ver con ellos a diario, como ellos mismos hacen: con sólo contar tres moreras, ya están sentados en una terraza, entre las flores de la Plaza de las Flores, por ejemplo, acompañados de Encarna y Marili, o solos, acordándose de vez en cuando de nosotros, de Miriam y de mí, que pasamos la vida en Madrid como los judíos errantes, sólo que sin errancia.

En nuestro negociado, los poetas y novelistas nos pasamos el día fingiendo o mintiendo abiertamente cuando hemos de decirle a un colega o a los espontáneos que nos han enviado sus libros, lo que nos parecen. Lo hacemos con otros y lo hacen con nosotros. Pero no sucede así, estoy seguro, entre nosotros tres (y me estoy imaginando cómo en este punto Eloy y Pedro, sin ponerse de acuerdo -no hace falta, se conocen de memoria- me replican: “¡Qué ingenuo eres, Andrés!”, en lo que conocemos como “humor murciano”, género en el que ambos han alcanzado cotas sólo reservadas a parejas sublimes como Walter Matthau y Jack Lemon). La franqueza de nuestros juicios y la libertad de nuestras opiniones están sustentadas en un sentimiento de partida: cada cual cree sincera y desinteresadamente en la excelencia de las obras del otro (yo me excluyo de estas comparaciones, naturalmente, y no sólo para evitar alguna “bromica” de ellos), porque las saben nacidas de parecido hondón (la palabra es de Unamuno): cada uno de ellos busca, como la buscó Gaya, la naturalidad, en el decir y en el sentir, y para ello echan mano de algo que se encuentra únicamente dentro de cada cual, el sentimiento, eso tan indefinido pero tan reconocible.

Por eso, como no es posible vernos a diario tal y como querríamos, no pasa año que no nos citemos una o dos veces ni semana que no nos hablemos otro tanto, incluso sin descolgar el teléfono, arte en el que tuvieron la amabilidad de instruirme hace ya muchos años.

¿Y de qué se habla entre nosotros, entre Pedro y yo o entre Eloy y yo? Lo mismo, supongo, que entre Pedro y Eloy. De todo y de nada. Lo que le cuenta uno a Pedro, se lo podría contar a Eloy, es posible incluso que aquél acabe de contárselo a él o vaya a hacerlo a continuación, y no es en absoluto infrecuente que estando hablando con uno, llame por otro teléfono el otro, pues han desarrollado también el instinto de saber cuándo ha telefoneado uno a uno de ellos o cuándo uno de ellos me ha telefoneado a mí (arte este del que al contrario que del otro y no sé por qué, nunca han querido decirme ni media palabra).

A esto me refería al principio con lo de lioso y embarullado.

En todo este tiempo, veinticinco años, no recuerdo ninguna disputa entre ellos dos ni entre nosotros ni un enfado ni siquiera una de esas cosas que crían moho, como todo lo que permanece en un lugar cerrado, oscuro y húmedo. Y ha sido así no porque pensemos lo mismo de todos y cada uno de los infinitos asuntos de la vida, sino porque aunque hubiese salido a nuestro encuentro un escollo lo habríamos orillado sin el menor problema, porque comprendemos que algo que pudiera disgustarnos no merece la pena ni siquiera de ser considerado. Y las cosas que podemos decir dos de nosotros del otro, en cualquiera de las combinaciones posibles, son de tal naturaleza que podríamos grabarlas en vídeo y pasárselas al que estaba ausente.

Se dirá que esa es una relación inexistente entre seres humanos, que no es posible hallar amigos que sean leales de ese modo y a todas horas, sin pequeñas traiciones ni desmayos. Me da igual lo que crean, pero puedo asegurar que es así, y por eso hablaba al principio de lo singular de esta amistad.

Hace años también publiqué un libro de García Montalvo. Se lo pedí yo, como le pedí en su día a Eloy el suyo. Fueron mucho más generosos ellos conmigo que yo con ellos, porque las editoriales en las que aparecieron eran poco menos que artesanales, y confiándome sus escritos los condenaban a la clandestinidad.

El de García Montalvo es un libro precioso, El aire libre se titula, un conjunto de textos cuyo origen había sido parecido a este mío: el artículo que se le solicitó para el homenaje de una colega, las semblanzas que aparecieron en los catálogos de sus amigos pintores, tal o cual otro escrito sobre un escritor amigo o un rincón de la ciudad o del campo… Podría parecer que todo en él era circunstancial, pero al ser leído en su conjunto se veía que obedecía a una ley única, sostenido por una firme columna vertebral que le permitía caminar entre esos temas de una manera en verdad airosa.

La lectura o relectura de cada libro de García Montalvo viene precedida de cierto cambio en nuestra actitud, como si lo que les damos a otros escritores, atención, silencio, cierto ambiente de recogimiento, fuera insuficiente. Sabemos que aquello que nos dará él es también algo más de lo que se nos suele dar. Así que la lectura o relectura de lo suyo viene precedida en mí por un primer impulso especial en el pensar y el sentir, algo muy parecido a esa oxigenación suplementaria con la que ensanchamos los pulmones al abrir la ventana una mañana de primavera o al enfrentarnos a una panorámica tan colosal que necesitase para ser abarcada además del sentido del la vista, del oído o del olfato, la respiración, oxigenando eso que empezamos a sentir y pensar desde la primera línea. No abrimos un libro, abrimos una ventana sobre la primavera del mundo, sobre el paisaje más sereno y hermoso que cupiese imaginar y el aire cristalino nos acerca de modo increíble las vidas de unos personajes que van y vienen, a menudo con sus pequeñas o grandes tribulaciones, buscando, como los personajes de Galdós, una grandeza noble en pequeñas cosas que a menudo no pueden serlo. Y necesita uno al mismo tiempo respirar hondo y sentir su sabor, el tacto aterciopelado de la brisa, su rumor enredándose con el canto de los pájaros o los ruidos propios de la ciudad (todas sus novelas son urbanas). Y al momento nos invade, aunque no nos hayamos movido de donde estábamos, un sentimiento purísimo de libertad, y sé que aquello que voy a empezar a leer me llevará de la mano muy lejos, y me soltará luego para que vaya por mi cuenta, como ese aire libre que puso tan acertadamente por título en un libro.

Si me faltaran las novelas y prosas de Pedro, sé que me faltaría el aire para respirar, lo mismo que si me faltaran los poemas de Eloy.

Sé que hoy debería hablar sólo de García Montalvo, dejando de lado a Sánchez Rosillo, y a algunos se les hará raro que lo haya hecho de los dos, pero es que para mí son, tan distintos, uno mismo cobijados bajo la misma pelle, hablando de las mismas cosas y de una manera parecida: clara, sentida, natural y misteriosa, y, desde luego, luminosa, de dentro afuera y de abajo arriba, como todo lo que se eleva.

Por esa razón si alguna vez me piden un escrito sobre Eloy Sánchez Rosillo, para celebrar en un volumen parecido a este su jubileo universitario, mandaré este mismo sobre Pedro García Montalvo, sabiendo que no les importará en absoluto a ninguno de los dos, porque lo que siento por uno, lo siento por el otro, y lo que digo de ambos es exactamente a lo que yo aspiro, desde que los conocí.


Arriba: Pedro García Montalvo, Andrés Trapiello y Eloy Sánchez Rosillo. Los Alcázares, Murcia, 23 de mayo de 2001. Foto de José Belmonte.