martes, 17 de mayo de 2011

BALONCESTO

A mis hermanos Pepe, Eduardo, Juan y Miguel


Hace ya muchos años que no veo un partido de baloncesto. Ya no conozco ni siquiera las reglas. Desconozco también si aún existe el mítico Juventud de Badalona y no soy capaz de nombrar ni a un par de jugadores de la Selección Española.

Sin embargo he de decirles que si alguna vez se escribiera mi biografía –Dios no lo quiera- el baloncesto ocuparía no pocos capítulos de ese libro.

Con apenas doce años ya jugaba en el equipo del instituto. Era la única actividad que me proporcionaba prestigio ante mis compañeros de pupitre -recuerden aquello de enchufao, enchufao- . Con el balón en las manos me sentía muy superior a todos ellos.


Con mi número 5 en la camiseta ya no dejé de jugar hasta bien entrado en la treintena. Real Murcia, Jairis, Licor 43… toda mi juventud jugando por media España, aprendiendo a ganar y a perder. Y aprendiendo a ganarme el respeto de mis rivales y compartiendo gratísimos momentos con mis hermanos y con amigos: Pepe Fuentes -casi otro hermano-; Cecilio; Mariano Baquero; Gregorio Serna; Pedro Ruiz; Vicente Serna; Paco Espinosa; Fausto; Cervantes; Randy ...




Una vez retirado como jugador, continué ligado al baloncesto como entrenador. Marché a Barcelona con mis profesores Díaz Miguel, Aíto G. Reneses y Moncho Monsalve. Obtuve el título de Entrenador Nacional. Entrené, entre otros,  al Real Murcia, al Basket Murcia y finalmente al Júver, equipo donde supe lo que era el vértigo del basket profesional y lo poco preparado que estaba para salir airoso.


 Era el deporte que practicábamos casi todos los hermanos. Recuerdo un torneo en las fiestas de Águilas donde el equipo de Murcia lo formábamos cinco hermanos: José Cos, Eduardo Cos, Manrique Cos, Juan Cos y Miguel Cos.  ¿Se imaginan? Cinco hermanos en una cancha jugando en el mismo equipo, y encima ganamos el torneo. No digo que sea un asunto para el Guinness pero poco le faltará.


En casa, cuando nuestros padres se ausentaban, transformábamos en apenas unos segundos la habitación donde estudiábamos –una auténtica aula- en una cancha de baloncesto. Nunca, nunca, lo he pasado mejor que jugando esos partidos caseros con mis hermanos. Bueno, con mis hermanos es que lo he pasado muy bien siempre, haciendo deporte,  leyendo tebeos o saliendo de madrugada con nuestro padre a lo alto de un monte, daba igual lo que hiciésemos.     

Al baloncesto le debo gran parte de mi felicidad en mis años mozos y que mi autoestima se codeara con las nubes. Le debo un estilo de vida que aún conservo y  es también el responsable de que mis hermanos sean, además, mis mejores amigos. 

El haberlo arrinconado ahora no es más que otro síntoma de que mi cuerpo se va poniendo en ridículo, vamos, que me hago viejo.







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