lunes, 3 de mayo de 2010

ENVIDIA

La envidia va tan flaca y amarilla,
porque muerde y no come.

Quevedo

Los que sucumbimos con frecuencia ante los pecados capitales, en cierto modo hacemos ostentación de nuestras debilidades. Alardeamos que somos algo lujuriosos, algo perezosos e incluso llegamos a admitir que somos un poco soberbios. Pero a nadie le oímos confesar que sea un envidioso.


Los envidiosos ocultan su pecado, se esconden. Nadie acepta que lo tilden de envidioso.
La envidia es una pasión miserable y vergonzosa. Un sentimiento autodestructivo que devora las entrañas del envidioso y le hace que “goce de ajenos daños con más placer que de la dicha mía”.

El envidioso es proclive a la calumnia (“La calumnia è un venticello”) y a la maledicencia. Es un mal bicho al que Dante situó en el purgatorio con los ojos cosidos: “que un alambre sus párpados perfora y cose”. No sé Vds. pero yo siempre he reconocido a los envidiosos por su mirada. Miran de soslayo.



La envidia del amigo es la peor de todas, esa nos destroza el corazón. No la comprendemos. En una ocasión me mordió esa envidia, la envidia de un compañero.
A mi instituto llegó un profesor de dibujo que era un afamado pintor. Se le ocurrió la feliz idea de pintar un óleo de gran tamaño sobre una tertulia que teníamos a diario en la sala de profesores. Lo tituló: “La Tertulia de Manrique”, y ahí aparecíamos en animada charleta cinco compañeros.


Lo colocaron en el Salón de Actos y al cabo de unos meses de estar expuesto -y nunca mejor dicho- apareció el cuadro rasgado, tal y como se ve en la fotografía. Siempre me pareció que el tarado destazador era un envidioso, un pobre desgraciado digno de compasión.

Algunos años después leí una entrevista que le hacían a un afamado cocinero. Le preguntaba el periodista qué no se comería nunca: A un envidioso, fue su respuesta. Me acordé del cuadro y del pobre desgraciado.